Fotografía: Cristian García
Redacción: Joel Cruz
Un capítulo más del puente por excelencia, más ruidoso y rebelde de la nación, ha cerrado. Escuchando con calma lo que ciertos fantasmas de antaño pregonaron alguna vez, aún seguimos sin ni siquiera estar cerca de ser la potencia mundial de la guitarra eléctrica y el amplificador Marshall. La vida es cíclica, aceptémoslo o no: en los años gloriosos de Rock al Parque (si acaso existieron), el paisaje de su música era un crisol que sostenía una cantidad desbordante de talento, listo para florecer ante los exigentes escenarios de Europa y Estados Unidos. Ahora sabemos que el triunfalismo, a semejanza del fútbol, nos pasó factura y el tan anhelado éxito de esos días soberbios se escapó, como agua entre las manos.
Por suerte, contamos todavía con el evento como vitrina, dependan o no las bandas de él, lo admitan ellas o no. En aras de la objetividad, los fines del festival cambiaron. ¿Cómo así? RAP es hecho con recursos distritales…¿No debería entonces usarse en favor de quienes asumen esta disciplina artística como un quehacer formal? Claro, pero la Tierra en la cuál giramos y nos creemos amos diáfanos de la verdad, continúo su curso desde que los alternativos adoraban las invenciones de El Dorado de Aterciopelados como si fueran el propio sol. La metamorfosis entre una iniciativa que ayer nació como semillero para que el rock fuera una expresión cultural digna en el ambiente bogotano y el megaproyecto de hoy, cuyo emblema prioriza espacios inclusivos en torno a la diversidad, la captación del espectador en su salsa menos avant-garde y la consecución de metas financieras entre el sector tanto público como privado, fue progresiva. Estuvimos demasiado ciegos criticándolo para sacarle provecho, aprender de sus movimientos; a través de su gestión, exigir correctamente nuestros derechos ciudadanos y realizar jugadas inteligentes en favor de crear un circuito respetable a sus costillas. No sucedió, dejen la pataleta.
En mayo de 2025 se cumplirán 30 años desde que el Parque Simón Bolívar fue utilizado por primera vez para la edición piloto de Rock al Parque como la conocemos. La curaduría, palabra que pasó con los años de ser un término rebuscado a una delimitación de lo que se puede esperar de su parrilla anual, es quizás el tema que más sigue generando pasiones de todos los aspectos involucrados en el evento. A días de que en la entrega más reciente de esta cita se haya interpretado la última nota, el festival que más identifica a la accidentada idiosincrasia del rockero colombiano parece haberse encarrilado de nuevo hacia el pueblo; en parte, hacia la gente que le ha dado razones de existir. ¿Esto le merece automáticamente una victoria o una lluvia de halagos populares? Es difícil concluirlo, principalmente si tenemos en cuenta la cantidad de shows que no pude ver, así que solamente haré un repaso general.
Pero mejor, antes de abrir una espiral infinita de preguntas sin respuesta, es preferible ampliar la óptica de su tratamiento, lejos de un simple juicio que obligue a calificarlo dentro de lo «negro» o «blanco» sin escalas grises, tan grises como el cielo que lo dominó durante los días 9, 10 y 11 de noviembre de este año en la era pospandémica.
Fuego en el cielo: Entre los truenos, la ciudad es de hierro (sus recuerdos también)
Realidad en medio de tantas realidades: el Día de metal en Colombia no posee fecha fija. Por mucho que lo deseemos sus simpatizantes, no entra a la lista de festivos que el trabajador promedio usa para frotarse las manos ante la inminencia de un paseo a tierra caliente. Su mención es un secreto a voces, dada la segmentación que la curaduría de Rock al Parque ha destinado para que en su jornada inicial, todas o una gran porción de sus agrupaciones próximas a la música pesada, participen antes que las demás, generalmente los sábados. A través del proyecto, las políticas de Idartes siempre han sido concretas en cuanto a promoverlo como un espacio de convivencia y tolerancia. Por lo mismo, el metalero tiene una fecha especial para disfrutar del género que ama, pero que al mismo tiempo cuestiona descarnadamente, en especial cuando de RAP se trata. Puede que, mientras un adolescente en un bar de Chapinero esté abriéndose lugar con pop electrónico, cinco jóvenes en el sur de la ciudad están armando una banda de thrash metal; también puede darse el caso, de que la selección de géneros pesados se encuentre lo más aparte posible para prevenir inconvenientes asociados a diferencias culturales con otros estilos sonoros. De cualquier forma, ese entusiasta público metalero que con seguridad, se siente más afín a un tributo a Iron Maiden que a una playlist de salpicones políticamente correctos, es normalmente mimado por el festival.
La tarde del 9 de noviembre comenzó con pereza para el Día de metal, pero esta sensación se fue extinguiendo rápidamente, al igual que las garantías de una velada seca. El asomo de los grupos Loathsome Faith, Hellfish y Legio Inferi fueron de los primeros retos ante el clima para analizar de qué están hechos los ganadores de la convocatoria distrital, lo que dejó bien parados a los susodichos, en particular a la banda de black metal, formada en el 2013 y que se le midió a un complicado escenario Eco. En este sentido, los Legio Inferi supieron hacer un trabajo en tarima de alta exigencia, pese a las evidentes desventajas que tuvieron.
El aguacero torrencial presionaba y la posibilidad de la omnipresencia en los tres escenarios, también. Afsky de Dinamarca tocaron acordes a una atmósfera fría y letal.
Al otro lado, en la tarima Bio (no voy a hacer menciones comerciales), el conjunto Fabulae Dramatis le dio a sus espectadores una compendio maduro de metal progresivo y vanguardia. Una propuesta que podría gozar de buen impacto con un aire de teatralidad más elaborado. En resumen, indispensable seguirle los pasos de ahora en adelante. Sacred Reich por su lado, reivindicó esa influencia thrash que tanto caracteriza al salvaje pavimento de la capital, recordando además que Black Sabbath es el dios todopoderoso del universo y que los ochenta viven incluso en quienes conocieron la época apenas por YouTube.
La responsabilidad del escenario Plaza al ingreso de su hora pico le correspondió a Storm Of Darkness y su álbum 2023 Inevitable, con un enfoque magnífico. En ocasiones, es bueno reflexionar y abrir la incógnita, por lo que diré: ¿Es mejor haber hecho un solo acto memorable en Rock al Parque, o haberse presentado muchas veces de manera plana y corriente? ¡Ahí les dejo la duda!
Dividirse entre los conciertos de Hypocrisy y el del veterano Dirkschneider fue duro, pero el dilema por revivir solamente uno de dos episodios monumentales en el metal europeo, no era discutible; eran ambos o nada. El grupo de Peter Tägtgren conectó con la muchedumbre naturalmente, en medio de un escenario que le dio sonido a regañadientes y carencias de equipo técnico causadas por visitar el país (mala cosa). El cantante que le dio momentos de apogeo a Accept y U.D.O. entretanto, fue más heavy metal que el heavy metal mismo. Con setenta y dos años de edad, el vocalista alemán fue la esfera ferrosa que rompió e hizo añicos cualquier muro de calma frente a su tarima, tan agresivo y veloz como un tiburón en cacería. ¡Puro corazón metalero! ¡Puros himnos hechos realidad!
La Pestilencia, hay que decirlo, siempre tendrá un vínculo con las raíces locales del punk; por demás, el gran embajador ante una escena menos presente en el Rock al Parque de este año. Su recital, completísimo. Haggard repitió en calidad de banda invitada internacional, enfrentando dificultades de sonido en Bio, pero logrando que su audiencia se esforzara por educar el oído entre elementos eruditos que aún son raros para la tradición estridente y contestataria del rock callejero de nuestra noble y agobiada nación tricolor. Testament, ese jinete del apocalipsis thrash metal que renueva cada vez que puede la prevalencia de lo rápido y despiadado de la zona californiana en los Estados Unidos, cerró la noche en forma heroica.
Con capas plásticas, con ropa empapada, pies llenos de barro, hambre, sed, ira, ansias de licor o de adrenalina, el ritualístico Día de metal fue otra vez la promesa nostálgica e irreverentemente cumplida, en acuerdo de quienes la hicieron posible y quienes la disfrutamos.
Camaleónicas miradas de una ciudad que juega a ser escena de rock
Domingo: día de resurrección, redenciones, cambios y lluvia, más lluvia. En fin, grupos como La Monky Band justificaron su lugar ganado en la convocatoria. Algo de lo que significa tomarse con propiedad la tarima Plaza, hacer que el público sea un agente activo en su intervención y matar el aburrimiento que pudiera estar alrededor. Eso fue lo que pasó mientras tocaron los monos.
Para aumentar la sazón, Pez Errante fue una epifanía entre lo que mostró el evento, si alineamos talento local, nacional y proyección seria hacia mercados fuertes del extranjero. ¡Ojo a eso!
A la par de una tarde en agonía, los uruguayos Buitres constituyeron un objeto de culto entre los más devotos del rock punk suramericano. The Selecter, con buenos comentarios y Mad Tree, sacaron la cara ante el desafiante escenario principal, monstruo terrible difícil de domar, pero victorioso para el grupo que lo consigue. Poco antes, en Bio, Stuck in the Sound se pudo considerar la cátedra del show imponente por excelencia en RAP 2024. Los parisinos, alimentados por las venas del indie y la electrónica, dejaron boquiabiertos a más de uno y en una onda inesperada. ¡Aplausos!
La presentación de Superlitio sirvió para reivindicar su evolución musical, de avanzada, compleja para un grupo colombiano independiente. El veinte aniversario de su pieza Tripping Tropicana y su gratitud con la marca Rock al Parque (su despegue profesional se le reconoce al festival) funcionaron para aumentarle la emotividad a un concierto efectivo, al punto. Otras presentaciones fuera de serie podrían ser la de los mexicanos Margaritas Podridas, un esquema shoegaze digno de regresar con más frecuencia a suelo patrio; la de Ostia Puta y la de Mad Sin, magistral, tanto al interior del escenario como fuera. Los teutones hicieron fiesta con su set. Sin embargo, en la zona de prensa, su amabilidad de nobles caballeros marcó la diferencia entre los demás invitados. Señores de principio a fin.
Kraken preparó por lo alto la muestra de su larga duración Kraken VII: Los pasos del Titán, un trabajo decididamente profesional, al nivel de las expectativas impuestas por su equipo y el estandarte artístico que les define. Eso sí, todavía es una extensión del legado Elkin Ramírez, por lo que su homenaje a la etapa clásica del grupo fue algo apresurada para la ocasión.
Con el ska, reggae, punk, electro, indie y demás, igualmente hubo espacio para cerrar la segunda escala de Rock al Parque con Doro, la frontwoman líder del heavy global. Sumando belleza, talento, elegancia, carisma y fuerza, le fue otorgado la aceptación inequívoca de sus espectadores, tan distintos en edades como tan receptivos con su cercanía como mujer empoderada del arte; sin arandelas ni discursos baratos. Tuvo tiempo hasta para autografiarle el CD a una seguidora y un rato más tarde, enviarle señales de afecto a sus fans del acto, desde las redes sociales.
Algo de la permanente honra al metalero por el pasado, consiste en la ilusión de que nuestros ídolos son inmortales. Sea esto «negro», «blanco» o con cientos de escalas grises.
Pan y circo: Cuando veas una prótesis fugaz, guárdala en tu corazón
¿Tres días son suficientes para diagnosticar cómo está el panorama del rock en el país? Más allá de las cifras infladas «históricas» de asistencia, el festival que más identifica a la accidentada idiosincrasia del rockero colombiano no refleja precisamente las conductas de la cultura estridente que crece a diario en los barrios de Bogotá; en menor medida, si observamos que los cupos para la convocatoria distrital son reducidos, dando prelación a los invitados. Destacando por supuesto, que su acceso de no pago sigue fomentando el hábito inconsciente de que el rock como entretenimiento debe ser románticamente «apoyado» y por ende, «gratis». Para que esto sea una industria moderna, estructurada y sostenible, por lo tanto, lo que falta es camino.
Este cierre resaltó el regreso de la Burning Caravan, junto a los segmentos tenuemente desgastados de Fidel Nadal e Inspector, estos últimos familiarizados con las dinámicas de RAP desde hace décadas, junto a su forzado guiño al vallenato. Eruca Sativa, banda argentina muy impulsada por la radio pública local, también se encargó de proyectar paisajes monótonos a lo que sus seguidores pudieron esperar en vivo, incluso con una carrera de calibre macizo.
El escenario Bio, Boca de Serpiente hizo patria con una fama en torno a sus canciones, las cuales siguen haciendo un ruido más agudo, noventero. Mortis y los Desalmados, la admisión con la nota más alta entre las solicitudes capitalinas, tomó a sus anchas las oportunidades que la plataforma Plaza le dispuso, a través de un country punk pegajoso y haciendo notar un ensamble sólido. El lunes festivo, así mismo, fue la oportunidad para apreciar a Los Malkavian y desde luego, el apartado con integrantes femeninas más tajante del festival en su matiz nacional: Lilith.
Aunque personalmente me costó trabajo entender lo que propuso el grupo español León Benavente, su arquitectura sonora de hecho es rica y contiene un valor agregado de letras inteligentes que los conocedores de sus raíces identifican con sencillez.
En escenario Eco, el cierre fue hecho de modo magnífico por el surf de Lost Acapulco, quele dio color de verano a su friolento horario. Finalizando una nueva versión del evento, a pesar de las caídas técnicas de Burana Polar, el discurso oportunista de Doctor Krápula y el somnoliento acto de Los Toreros Muertos (ejemplo latente de una moda arcaica), Mägo de Oz conquistó y cautivó a la multitud que le esperaba. El combo ibérico de hecho llegó haciendo gala de su álbum Alicia en el metalverso, cosechando en el formato de congregación con entrada gratuita, su condición de banda española más popular en territorio nacional, por lo menos en el último cuarto de siglo.
Las anécdotas que rodean a este cierre narran acerca de la prótesis de un asistente que la extravió para luego recuperarla autografiada por la propia banda; el acto vandálico de quienes se metieron a la fuerza a la zona VIP para estar más cerca del show, pero agrediendo a las personas que estaban antes allí y sin importar que en la igualmente área de prensa, parte de los segundos se dedicaran a básicamente a estorbar. Como «cereza del pastel», los problemas de la gente al intentar volver a casa, dada la escasez de transporte efectivo.
En síntesis, Rock al Parque fue de nuevo la señal de la idiosincrasia inherente al rockero colombiano, el pan y circo para el pueblo que posiblemente se está reconciliando con sus raíces, con sus consumidores auténticos, por muy anticuados que parezcan (o sean). Sin embargo, un festival que en definitiva, ya no es un faro iluminado hacia la construcción de una escena, sino un chance de visibilidad desde las dinámicas que el ecosistema de la música presenta actualmente. ¿Aceptaremos esta realidad cuando el underground nos lo permita?