«Black Sabbath: More addictive than heroin or pussy…» Al Jourgensen (Ministry)
Por: Joel Cruz
Nuestro viaje comenzó hace bastante rato; pero el viernes 13 de febrero del año 2020 la brújula más reconocida de lo que conocemos como metal extremo celebró sus bodas de oro. Como un hecho insólito, como una pesadilla sin despertar, como una parálisis del sueño permanente, el LP debut de Black Sabbath profetizó en su plena mediana edad una era de peste y muerte; así como en 1970 reflejó a Birmingham, corazón del Black Country inglés, semilla de la industrialización. Sede de las acerías, el humo, las minas de carbón y las fundiciones de hierro. Cuna de la desesperanza, del papel higiénico escaso y de las urbes bombardeadas. Nada interesante podría salir de ahí. Pocos años antes, el hippismo reinaba como un eterno Verano del Amor que no tardó en ser desenmascarado por Charles Manson y su Familia. Pronto, otras realidades invadirían al rock desde el Viejo Continente.
Cuando todo en teoría es tan uniforme, alguien llega a romper el status quo de lo normal, e irrumpe sobre lo aceptado, lo trivial. Da igual, los periodos del arte son reiterativos: poseen un cúmulo de contrastes a cuestas. Black Sabbath no fueron precursores en mencionar al Diablo descaradamente en esa música hija del sur norteamericano, aunque muy aprovechada en la región inglesa, dándole sentido a su entorno lleno de hollín y recesión de posguerra. Tampoco los únicos, en pleno apogeo psicodélico, en ostentar una batería robusta o una densidad transgresora. No fueron los primeros ni los últimos de sus días en ennegrecer la plenitud del amor promiscuo sanfraciscano. Pero el destino les asignó la tarea (como a Atlas) de sostener sobre sus hombros la bóveda celeste del Heavy Metal, una misión en efecto, pesada.
Viernes 13, porque Jesús y sus apóstoles eran trece y porque el nazareno fue crucificado un viernes, lo que constituye mala suerte. En dicha fecha, pero de 1970, se publica la primera pieza larga duración de los británicos. Un manifiesto anti flower power que pisaba con bota untada de estiércol y cenizas de crematorio al peace and love. Aunque la verdad sea dicha: esa era la segunda intención del disco que Tony Iommi, Geezer Butler, Bill Ward y John Michael Osbourne tenían al concebirlo. Por el contrario, su visión primaria era usar el tritono, invocando atmósferas vehementes, angustiosas, terroríficas. Crear música para causar miedo, así la técnica fuera sencilla y las ideas precarias. Lo último, en lugar de castrar la imaginación, estimulaba dicho morbo musical. El foco colectivo también brilló gracias a Black Sabbath, filme clásico de Mario Bava y en el cual la canción también supo inspirarse, para luego rebautizar al cuarteto. Se juntó el hambre con las ganas de comer.
A través del grupo, su bajista Geezer Butler quería explicar cómo una silueta extraña se posaba a los pies de su cama (lo creyeran los demás o no, lo vivieran o no), recreando el desdén de recoger comida del piso (porque no había ni un penique), mientras la depresión económica les obligaba a escoger entre comprar papas fritas o una cajetilla de cigarrillos. Ustedes se imaginarán al ganador de la contienda.
El cuarteto pertenecía al lado outsider: los detestados. Su arte no era feliz, no exhalaba palabras de aliento ni melodías azucaradas. Era honesto y los honestos tienden a ser impopulares; los favoritos de nadie. Las revistas glamurosas los señalaron con desprecio (por eso, no confíen en los críticos ni en los escritores de reseñas, algunos son bien idiotas). Pese a eso, tras el lanzamiento del vinilo 12 pulgadas por Vertigo Records, un fenómeno empezó a suceder: el tema que nombra al álbum se volvió muy escuchado y ocupó lugares importantes en la radio, pese a la mala propaganda de la prensa. Quizás, la gente asociaba la oscuridad de la grabación con las decadencias escalofriantes en sus vivencias. El Diablo obra de modo misterioso, uno nunca sabe.
Más de cincuenta años atrás, cuando lo políticamente correcto tenía opiniones algo distintas sobre el escándalo o la polémica, una cruz invertida fue dibujada al interior del acetato. Con ello, adquirió popularidad satánica. No respondía a los credos de los autores, pero fue una estrategia comercial eficaz: un mensaje abrumador contra la belleza cristalina y las buenas costumbres de un mundo enfermo, dividido, con futuro paranoico. Idéntico al de ahora, pero con menos tecnología manipuladora.
Guiados por la guitarra de Tony Iommi, el álbum Black Sabbath se mantiene como la encarnación y el padrino de las tendencias más duras en el rock. El trabajo, adornado con una portada de casa vieja y una mujer enigmática, propició sin querer un legado vastísimo; una lengua para dialogar entre quienes poseemos una noción estética y filosófica de la vida semejante, olvidando en ocasiones la barrera del idioma nativo o la ubicación global en Google Maps. A la vez, versátil en el momento de adaptarse a la resonancia de quienes entendemos, mejor aún, todavía intentamos comprender la grandeza de esta producción.
