Columna de opinión
Las opiniones expresadas en esta columna son de mi exclusiva autoría y no reflejan la postura de Mochila Wild Redacción por: Joel Cruz
El furor empalagoso por uno de los espectáculos más grandes de la región con acceso sin cobro de dinero, diferente a gratuito (cuando te digan que algo es gratis, tú eres el producto), devela las selfies fingidas ante un certamen con objetivos diametralmente opuestos a los que fue creado. Bueno, esa es la cátedra a destiempo del millennial de turno: «Es que en mi época sí era rock de verdad…¡El legado de Kurt Cobain no muere!». Tal vez en tu tertulia, querido teen spirit: pero siendo adultos funcionales y con los pies firmes sobre la tierra húmeda y lodosa del Simón Bolívar, no.
Rock al Parque nunca ha sido el sueño criollo de un Woodstock noventero en el que todos sus feligreses cantan al unísono en círculo y agarrados de las manos, «Café y petróleo» de Ana y Jaime (el Inframundo nos libre de ese cuadro tan deplorable). Sin duda, la idea de brindar al público conciertos en espacios abiertos fue transgresora para la Bogotá beata y forajida de 1995. Eso sí, haciendo a un lado a La Rosa de Guadalupe del asunto, el negocio estaba trazado, siempre estuvo trazado: la concepción de divulgar sonoridades lejos de la supremacía impuesta por Niche, Carlos Vives, Enrique Iglesias, Rikarena y el Cacique de La Junta, prometía cultivar el rock en Colombia desde la lupa amistosa, hacia el entretenimiento de posibles clientes y con la suficiente solvencia para comprar un disco compacto, una camiseta o pagar una boleta para ver a los emisarios furtivos que pisaran sus tarimas. Lo gutural y lo desdentado de la escena tenía su magma a punto de hacer erupción. Si las entidades competentes eran capaces de controlarlo a su conveniencia (mientras les hicieran ganar billete), el laboratorio sería una táctica ganadora.
Treinta años después, Rock al Parque es una marca tatuada a 2600 metros sobre el nivel del mar. Su grandeza y gratuidad hablan con vigor a los cuatro vientos de un reinado insuperable, siempre y cuando no se moleste Virada Cultural de São Paulo (Brasil); un fenómeno multidisciplinario (de música, danza , teatro, cine) y que en dos décadas ha reunido en cerca de 120 diferentes escenarios un aproximado de 3 a 5 millones de personas. Como sea, el evento que le dio razón de ser a Pornomotora, La Severa Matacera, 1280 Almas o Koyi K Utho, es un patrimonio y el simple anuncio de su cartel llama las miradas de hasta personas ajenas a su contenido.
Tres décadas más tarde, los debates expertos de sus aciertos y errores se hacen tendencia en la web. Mientras los patrocinadores cumplen sus metas comerciales, el rock hecho en Colombia no crece al ritmo del festival que le terminó usurpando parte de su identidad. En una dinámica manoseada sobre lo que debería ser vs. lo que realmente es (al final es lo que hay), su crítica es una rutina sin trasfondo; la queja muda a una pared antipática o a una palma de la mano indiferente a las muecas de la inconformidad.
Rock al Parque, aunque lejos de representar la movida autónoma musical del país, es la radiografía popular del arte ante los ojos y oídos de sus coterráneos. La fachada de lo disruptivo que se domestica con unos cuantos tímidos consuelos de metal extremo y punk anticapitalista; episodios agridulces de una curaduría algo desdibujada e improvisada, respondiendo al hábitat de aquel que con puño en alto protege la legitimidad de lo que mucho alardea y poco entiende. En la superficie, la selfie bacana, el corpsepaint de oso panda, el cosplay de lacayo satánico. En el fondo, lo que menos importa, la música. La moda es la evidencia de haber asistido, así sea sin un por qué ni un para qué.
Perseverantes ante la soledad del Escenario Plaza y la prensa mediocre
La agrupación Herejía repitió la suerte de tocar con rayo de sol perezoso, sin ser del todo abandonada por la luz, algo que remonta con curiosidad a su show de Rock al Parque en 1996. En los días del Nintendo 64, la claridad del cielo que se ubicaba en sus cabezas era eclipsada por el vasto mar de metaleros que hacían suyo el espectáculo, en una comunión casi sin distancia física entre parte y parte. El pasado fin de semana (nótese la diferencia), una pequeña comitiva de su obra les acompañaba, en acto solidario frente a lo duro que implica abrir un escenario lleno de ilusiones y cuernos arriba para quebrar la botella de vino en el casco de un barco llamado Sábado Metalero.
Tenebrarum seguía en la lista, completando su quinta participación en el encuentro. El desconocimiento del pasado es una condena a emularlo; no obstante, en el caso de la agrupación de Medellín, conocerlo muy bien la lleva a conservar su lado innovador en circunstancias similares. En una era en la cual RAP estuvo en peligro de volverse mera reminiscencia juvenil de mediana edad (gracias a la poco transparente directora del entonces Instituto Distrital de Cultura y Turismo IDCT, Catalina Meza Ceballos), los paisas fueron invitados a tocar durante la ocasión por primera vez, destacando por una propuesta original y de calidad. Han pasado cerca de 27 años de eso, y a pesar de que tal lapso normalmente es un mal augurio en las biografías del rock, el grupo colombiano que unió metal y violín volvió a sorprender a su audiencia con una obra musicalmente dramática que prioriza los lamentables pormenores del conflicto interno. Pasado, presente y futuro de violencia con muerte mercadeable. Secula seculorum.

Reencarnación atendió con gallardía de la vieja escuela un público mermado pero fiel y las flojas prácticas periodísticas de una rueda de prensa posterior a su turno en escena. Hirax fue la energía viva del thrash californiano y el carisma de un frontman con todas las de la ley: Katon W. De Pena. Un hombre que no temió reclamar por el trecho entre su arte y los fans que le esperaban. Admirable. Sin Pudor, junto a Polikarpa y Sus Viciosas, tomaron las riendas de un punk que hizo falta para muchos en el Simón Bolívar durante 2024. Okinawa Bullets, Rain Of Fire y Keep The Rage demostraron un profesionalismo que les hizo merecedores a la mejor ubicación del parque, pese a no haberla obtenido. Los maniáticos Devasted le enseñaron a más de uno qué significa ser banda distrital en este certamen; A.N.I.M.A.L trajo a colación el ambiente de sus antiguas participaciones en RAP, cuando aún andaba en pañales.
Capítulo negro para Somberspawn, cuyo desempeño digno de cualquier latitud por muy gélida y europea que sea, lo entregó todo en una Plaza desértica y en horario de alto impacto, con un público pasivo y entusiasmado por el acto de cierre foráneo (nos venimos quejando de esto último desde el 2004, más o menos ¿lo sabían?). La respuesta ante Belphegor también fue la prueba de que el black metal es convicción y no una pasarela «rebelde» por la que uno u otro ostentoso desfila; pocos sienten con ahínco el llamado del género. El tiro de gracia de esta travesía metalera lo «disparó» Dismember, el monstruo sueco que hizo leyenda a pesar de un sonido técnico cuestionable y un nivel de asistencia general pobre. Cortes de largas caminatas reseñadas por un equipo logístico poco respetuoso con la prensa que sí va a trabajar de verdad al festival y normativas de la organización confusas. De resto, bien. El rock en Colombia, a fin de cuentas, pasó de ser de pocos a conformarse con poco.

Un domingo con poca oferta y salvado por la filosofía
¿Qué le proporciona sentido a esta atracción artística del continente sin sus géneros que más convocan gente? La apuesta por buscar otras maneras de llenar uno de los espacios más reputados de Bogotá terminó siendo una equivocación que afectó a grupos como Los Rabanes, de Panamá. Un set de canciones con raíces ska que aportó el ánimo al aletargado entorno del Simón Bolívar durante el 22 de junio y sobre las tres de la tarde (hora local).Una fiesta con un flaco número de visitantes, varios de ellos sin la mínima intención de llegar temprano. Tal vez la película monótona de Van Damme era mejor plan. Nunca se sabe.
Huirle a la lluvia significó igualmente aprovechar los apartes de DJ’s, con dos temas de Blondie y The Clash que invitaron al goce entre un festival que no deja de fomentar desconcierto. Desierto Drive, Hermana Furia y Apolo 7 aunaron la mixtura de estilos para todos los gustos y receptiva para un público de diversas edades, atentos a la potencia de los españoles y la melosería de los locales.
Para el cierre en Plaza de Los Cafres cumplieron el cometido de mover unos records de asistencia preocupantes y que ponen en jaque la imagen de Rock al Parque una vez más, reiterando la desazón producida por las decisiones de sus encargados, ese ritual casi eterno de objeciones sin esperanza de mejora. En el caos, sorpresivamente, el cosmos digital e interactivo de Descartes A Kant salvó, sin vacilar al asegurarlo, un domingo mayoritariamente insulso, así fuera de nuevo en una tarima retirada e insuficiente para su despliegue conceptualmente sonoro.

Sorpresas de la vida, sujetas a rutinas que no superamos: ¿Ahora qué?
Madball, Grito, K93…Esfuerzos de peso por devolverle estatus al puente del festival. Aire de hardcore revitalizante para contrarrestar el acto de Piangua de la noche anterior, en palabras de mi inmensa ignorancia, más adecuado en un concierto de Colombia al Parque. En segmentos alternos, las novedades del Escenario Eco fueron la envidia de sus localidades hermanas: Rex Marte, Carmen Sea (magnífico ensamble electrónico e instrumental de Francia), la pegajosa efusividad de The Monic (un manejo de público increíble) y Bala. La veteranía de Don Tetto dio paso a La Derecha, un trance atornillado en los protocolos del festival; una obstinación por no soltar la nostalgia ni los días colegiales o universitarios marchitos.
Adherirse a los ídolos de barro trae consecuencias tan amargas, como las que vincularon a Zulma Palacios, cabeza de Mochila Wild y amenazada por una visitante de la zona VIP de aplicarle fuego a su cabello por el hecho de usar un paraguas para resistir el clima húmedo en medio de la presentación realizada por El Cuarteto de Nos. Aparentemente, la rivalidad rockera tricolor es la tradición infame de hundir al semejante al precio que se requiera y con un propósito incomprendido. La estampa publicitaria de los medios de comunicación autogestionados en Rock al Parque contrasta con la desinformación y las restricciones descabelladas que estropearon la libre gestión de algunos periodistas y fotógrafos, dedicados a recolectar material indispensable en sus roles, con un desinterés por usar sus accesos en forma de turismo o picnic mediático. El festival gratuito más grande de Latinoamérica (¿lo es?) evolucionó, pero el género responsable de su génesis, no. Somos incesantes esclavos de la clandestinidad, conquistando migajas de batallas perdidas. 250.000 transeúntes lo muestran así.